Al pasar por la residencia de los Palacios, la la vendedora de verduras oculta sin que nadie vea una tacuarita entre el hueco de unos árboles. Dentro del pequeño tubo de cáñamo hay enrollados retazos de papel cuidadosamente escondidos. Son las esquelas de amor que Horacio Quiroga le dedica a la bonita Ana María, de quien estaba perdidamente enamorado. El cuentista uruguayo se las ingeniaba para entregárselas a la verdulera con las convenidas instrucciones de lo que debía hacer. Pero la nota romántica no llegó a manos de Ipe, como le decían a la menor de la familia, ya que fue incautada por su hermano Jesús, administrador del importante establecimiento yerbatero La María Antonia.
En La María Antonia se producía yerba mate por medio del cultivo. Sus verdaderos dueños eran los venezolanos Herrera Vegas, radicados en Buenos Aires desde 1871. El patriarca de la familia casó a sus hijos con las niñas Pereyra Iraola, reconocidos terratenientes y hacendados porteños. Los dos apellidos formaron un poderoso clan económico con sólidos negocios repartidos por todo el país. Se dedicaban a la ganadería, a la agricultura; poseían tambos, curtiembres, caballerizas y viñedos. También incursionaron en la explotación minera y la refinería. En el Alto Paraná fundaron una empresa llamada Propiedad Tierras y Maderas del Iguazú, que contaba con 90.000 hectáreas de explotación de selva.
Rafael y Marcelino Herrera Vegas habían adquirido una extensa propiedad en Paraguay, donde levantaron el obraje Zona Grande S.A. Justo enfrente, en la costa misionera, en 1910 compraron a los herederos del ex gobernador Rudecindo Roca, tres mil hectáreas de tierra sobre el arroyo Cazador y bautizaron el establecimiento en honor a la esposa de Rafael, un hombre destacado que fue presidente del Banco de la Nación y Ministro de Hacienda. Le entregaron el manejo del negocio a sus primos los Palacios Quintans, una familia que, como ellos, procedían de un arraigado linaje aristocrático de Venezuela, unidos por lazos de parentesco que se remontaban al libertador Simón Bolívar. En 1912, Juan Pablo, Andrés y Jesús Palacios se mudaron a San Ignacio con su madre viuda y sus dos hermanas. Vivían todos juntos en la enorme casona estilo caribeño que habían construido. De Caracas se trajeron a María Masero, una mujer afroamericana que fue su ama de llaves. Los hermanos firmaron un contrato como socios administradores, correspondiéndoles el 30% de las ganancias netas por el comercio de yerba. Se encargaron de los trabajos de desmonte para las plantaciones y de la construcción de secaderos. Rápidamente se volvieron personas destacadas y la mayoría se refería a La María Antonia como “de los Palacios”.
San Ignacio gozaba de un renovado crecimiento. Gentes de todos lados llegaban buscando nuevas oportunidades. El pueblo se llenaba de casas y villas, el dinero corría, el comercio es intenso. Se vivía un auge económico a partir de la puesta en funcionamiento de los establecimientos industriales dedicados a la producción de yerba bajo cultivo. Allí trabajaban cientos de peones y jornaleros, proletarizados con sueldos nominales. Algunos incluso habitaban las viviendas construidas por las empresas plantadoras. Sufrían la misma explotación laboral y la falta de derechos que el resto de la clase obrera del país. Por eso contaban con un fuerte sindicato, fundado en 1920 y liderado por el valiente militante paraguayo Eusebio Mañasco. Eso nunca había ocurrido antes en ningún lado. La sede se encontraba ubicada sobre una de las calles laterales que rodean los restos de la plaza de la antigua ciudadela jesuítica en ruinas.
La difícil tarea de redescubrir la técnica para hacer crecer la planta de yerba había llegado a su fin. Nuevos experimentos retomaron el camino dejado por Bonpland. El ansiado milagro ocurrió en una remota colonia alemana del Paraguay en 1897. En Nueva Germania, el colono e investigador Federico Neumann, produjo los primeros plantines en vivero a partir de la germinación de semillas. En 1903, se conocen el empresario Julio Martin, el ingeniero agrónomo Pablo Allain y el reconocido naturalista Charles Thays. Los tres extranjeros de origen suizo francés se encontraban en Misiones interesados en las técnicas de implante, al igual que el científico Antonio Llamas. Estos hombres promovieron el desarrollo de una nueva forma de producir yerba, cultivándola artificialmente en extensos descampados. Muy distinto a los obrajes del Alto Paraná, donde se extraía la planta que crecía en estado silvestre en los manchones de selva. Grandes capitales comenzaron a invertir y los más importantes se radicaron en San Ignacio. El magnate suizo fundó la empresa Martin & Cía. en 1904, gracias a sus buenas relaciones con el presidente Roca y el gobernador Lanusse. En 1910 se crea la sociedad La Plantadora de Yerba Mate S. A., con Allain como encargado y principal accionista. En 1913, los Palacios consiguieron cultivar con éxito los plantines comprados a la Estación Experimental de Loreto. En 1916, comenzaron a cosechar los yerbales implantados y concretar las primeras ventas. En 1921 tuvieron una cosecha record, con mil toneladas.
Horacio Quiroga dejó la descripción de una típica plantación en su artículo titulado El cultivo de la yerba mate, publicado por el diario La Nación en noviembre de 1920. El escritor se mostró muy interesado en el fenómeno y también se refirió a un grupo de patrones plantadores que vivía en el lugar. Unos hombres que según él actuaban de manera despreciable y poseían escasos conocimientos sobre el delicado cuidado de la planta. Hablaba de los hermanos Palacios, a quienes detestaba y decía ser gente cruel y grosera. Pero el que mayor desprecio le daba era Jesús. Sin nombrarlo directamente, lo mostró como un empresario bruto e irresponsable por arrojar cal viva sobre las frágiles plantitas. El hecho ocurrió durante una epidemia que azotó los campos de La María Antonia arruinando casi la totalidad de las plantaciones, y a su administrador no se le ocurrió mejor idea que “curarlas” de esa manera. Quiroga volvió a contar la misma anécdota en su novela Pasado Amor, un triángulo amoroso que sucede en un pueblo ficticio llamado Iviraromí, que en realidad es San Ignacio. Sus personajes principales, Salvador Iñíguez, está inspirado en Jesús Palacios, Pablo Iñíguez, en Juan Pablo Palacios, y el protagonista Morán, es él mismo.
Los Palacios eran gente muy distinguida, respetados por su posición económica y social. En los años que van desde 1915 a 1925, llegaron a estar entre los yerbateros más adinerados de la región. Se codeaban con la elite local, representada por la nueva burguesía nacida al calor de las plantaciones. Pero también fueron conocidos por su soberbia. El mayor de los tres, Juan Pablo, había adquirido renombre por ser un gran jugador y apostador compulsivo. Según se decía, en una oportunidad hizo saltar la banca del Casino de Mar del Plata. Presumía haber realizado junto a Pablo Allain el primer viaje en automóvil desde San Ignacio a Posadas. Fue quien ensayó plantar probando desmontar el terreno por completo, y al resultar exitoso el método, de ahí en más todas las plantaciones se realizaron a cielo abierto. El del medio, Andrés, era visto como varón altanero, de porte elegante y fama de galancito de pueblo. Un yerbatero adinerado y portador de apellido ilustre. Pero el que más se destacaba era Jesús María, o “Chucho”, como le decían. El menor se convirtió en cabecilla de los tres hermanos y líder de la familia.
La influencia de los patrones venezolanos se extendía a sus contactos con el gobierno del territorio y el poder municipal. Integraron varias veces la Comisión de Fomento de San Ignacio, alternándose en los cargos para los cuales eran designados por el propio gobernador. En 1919 y 1920, Juan Pablo ocupó el puesto dos veces. En 1921, Jesús fue nuevamente elegido como miembro y estuvo junto a su hermano Andrés, que ese mismo año decidió renunciar. En su lugar lo reemplazó Juan Pablo, que volvía a ser parte de la comisión, puesto al que fue reelegido en 1922. Al mismo tiempo, Jesús asumía la presidencia.
Una vez dominada la técnica del cultivo los plantadores de Misiones se propusieron mecanizar la producción, incorporando nuevos aparatos para el secado y tostado de la hoja. En pocos años, La María Antonia logró que la secansa se hiciera totalmente en forma automática. Era una época de fuertes cambios e innovaciones a nivel mundial, promovidas por individuos visionarios y por las necesidades de progreso y modernidad. La paz que trajo el final de la Primera Guerra Mundial, impregnó de optimismo a una sociedad occidental que ansiaba vivir mejor. El crecimiento económico acompañó ese deseo. La expansión del crédito y la inversión productiva tuvieron nuevo impulso. Las fábricas se automatizaban a través de modernas líneas de montaje. Nuevos inventos mejoraban la calidad de vida de la gente. El uso cada vez más extendido del automóvil, la aparición de la radio, la música jazz. Estamos en los dorados años veinte; en los años locos. Pero todo no fue más que una ilusión que rápidamente se desvaneció con la caída de la Bolsa de Walt Street en 1929.
Cerca de la pequeña localidad de Loreto vivía con su familia el colono danés Allan Stevenson. En su chacra tenía muchas hectáreas de yerba plantada pero era más conocido por su ingenio e iniciativa. Construyó un extraño aparato de su invención. Un prototipo automático para mecanizar la elaboración de yerba mate que interesó a los hermanos Palacios. Horacio Quiroga fue testigo de cómo funcionaba la extravagante maquinaria, y la particular manera de describirla en su artículo de La Nación no tiene desperdicio. Cuando Stevenson aparece muerto el 7 de junio de 1921, iba en su camión en dirección a La María Antonia porque se encontraba armando un secadero a pedido de Jesús Palacios. Su asesinato se llevó a cabo en un dudoso incidente ocurrido en medio de las huelgas obreras yerbateras de 1920 y 1921. Jesús y Andrés fueron de los patrones más reaccionarios ante las protestas de los peones. El papel de ambos fue lamentable y se volvieron muy violentos. Fundaron la brigada local de la Liga Patriótica Argentina, creando una asociación patronal de trabajadores conocida como “Liga Palacios”, que en realidad estaba integrada por carneros y matones pagos. Dirigieron su odio hacia Mañasco, intentando sin éxito sobornarlo y matarlo contratando un sicario. Es muy probable que hayan estado involucrados en el ataque contra la sede del sindicato, cuando una serie de disparos provenientes de un Fort T arremetieron sobre el local. Celebraron de lo lindo cuando consiguieron hacer creer a todos y convencer a la justicia de que Mañasco había mandado matar a Stevenson. El sindicato desapareció y la huelga terminó. Pero todo esto es historia aparte.
La cosecha del año 1921 había alcanzado un número récord en La María Antonia. Fiel al comportamiento altanero y fanfarrón de sus administradores, decidieron festejar a lo grande y derrocharon una fortuna repartiendo cuantiosas gratificaciones. En la tradicional celebración de finalización de la zafra que se realizaba cada año, organizaron un gran asado para todo el personal servido en la plaza principal de San Ignacio. Mandaron carnear doce novillos y entregaron dinero en efectivo a los empleados y obreros jerarquizados. El lugar elegido solía ser siempre la propia plaza jesuítica y el almuerzo era acompañado por grandes cantidades de vino y caña paraguaya. Los más fieles eran quienes se mostraban más entusiastas y enfervorizados en estas fiestas, lanzando vivas a la patria, la Liga Patriótica y en favor de sus patrones que se los veía sentados al pie de la fachada de la iglesia en ruinas. No obstante, la felicidad duró poco.
La gran cosecha fue almacenada en un depósito de concreto, de un modo muy diferente a los noques, provistos de paredes especiales y pisos de madera elevados del suelo para resguardar la yerba de la humedad. Pero el ingenio de los Palacios no tenía límites y decidieron innovar. Como consecuencia del mal almacenamiento, el lote se humedeció y toda la producción se echó a perder. Esto provocó serios desbalances financieros en la compañía, sumado al despilfarro durante los festejos y a que habían iniciado nuevas plantaciones a título personal y con dinero de la empresa. Semejante desastre llegó a oídos de los Herrera Vegas, alertándolos sobre cómo sus primos llevaban adelante el manejo del establecimiento. Ambas partes terminaron en un litigio que llegó a las primeras planas de los diarios y duró varios años. La justicia federal falló en favor de los tres hermanos, rescindiendo el contrato que los vinculaba con sus parientes y adjudicándoles el 30% del crecimiento patrimonial. A su vez, los dueños debieron transferir en propiedad 800 hectáreas pertenecientes a la firma, de las cuales doscientas se encontraban en plena producción con yerbales implantados. Esta fracción separada y ubicada al sur de La María Antonia se inscribió como propiedad de los Palacios, quienes al sentirse ganadores la llamaron El Triunfo, en clara alusión al éxito obtenido en el pleito que los había enfrentado con sus propios primos. Con ello lograron lo que siempre habían deseado, que fueran reconocidos por la gente como verdaderos dueños de un establecimiento yerbatero, disfrutando algunos años más de la riqueza derivada del oro verde.
A partir de entonces, los Palacios desaparecieron de la escena pública. En 1928, Juan Pablo se separó de sus hermanos y comenzó otro negocio por su cuenta vendiendo tierras. Al igual que su primo Rafael, bautizó a su nueva propiedad en honor a su esposa. Petra, la sobrina de María Masero fue la casera del lugar. Pero a Juan Pablo no le fue bien y al poco tiempo se volvió con su familia a Venezuela. Aún hoy figura en los mapas la “Colonia Juan Pablo Palacios” y el paraje “La María Cristina”. Los otros dos hermanos continuaron manejando El Triunfo hasta que Andrés falleció en 1955. Quedó solo Jesús pero vendió la propiedad en 1971. Al año siguiente murió con 82 años de edad. Cuando aquella vez secuestró las cartas de amor que Quiroga le enviaba en secreto a su hermana, confesó que si él fuera mujer se habría enamorado del escritor por la elevación romántica del texto. La pobre Ipe fue enviada a la capital al poco tiempo y nunca volvió a Misiones. Falleció soltera y triste en Buenos Aires
Diego Schroeder
Profesor de Historia
Autor de "La rebelión en los yerbales. Primera Parte 1920-1921"
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